Fragmento 123: Echeveste


Llueve. Son las 20:23. Es una tarde oscura, negra, en el centro de la ciudad. Mi saco está empapado, desde siempre he detestado los putos paraguas. Mi cabello, al igual que mi barba escurren, la lluvia llegó demasiado pronto para actuar. Camino sobre Eje Central, las calles se me extravían, los letreros danzan en mi mente, confusión latente en todos lados. Me siento extrañamente perdido, al menos para haber crecido aquí. Busco el coche, pero simplemente no logró recordar dónde está. Me comienzo a desesperar. Desazón.  La lluvia no amaina, transcurre gota tras gota. Sin parar. Sin. Parar.

Mi celular vibra, me detengo en una esquina para contestar, es ella, advirtiéndome que se ira pronto. Suena como una amenaza suplicante, que mejor me apure. De pronto recuerdo que guarde el boleto del estacionamiento en mi cartera, la saco del bolsillo trasero, el boleto se encuentra intacto, busco los datos y miro la calle: Echeveste. Eche ves te. La recuerdo. Cuando comienzo a caminar, el celular vibra de nuevo, es mi mejor amigo. No, no iré a la puta maestría. Le digo que no puedo hallar el coche, no espero su respuesta y cuelgo hastiado. Echeveste, Echeveste, me repito, para no perder la concentración. Pronto comienzo a recordar las calles, un mapa translucido se proyecta en mi mente. Sigo derecho. De frente.

He decidido tomar un atajo, cruzaré por mi antiguo barrio, volteo a ver el reloj: 20:46. No sé dónde he dejado esos 23 minutos. ¿Divagando? ¿Hablando? ¿Caminando? Apuro el paso, dentro del jardín rectangular de mi cuadra, aparece una señora enfundada con un anorak negro con un paraguas del mismo color, me mira, desconfiada. Para romper la tensión, le digo: Hola, yo vivía aquí hace años, ella me mira raro y suelta un escueto: ok. Sigo hablando: le digo que enfrente de donde está parada vivía la señora Matilde, y un flash atraviesa mi cabeza: negrura, agonía, gritos. Recuerdo que murió envenenada por petróleo. 

La agonía. La apatía. La negrura. Sus gritos. Ella era de las razones por las cuales no pasaba por aquí. El miedo. La desesperanza. Ella. La señora de negro asiente precariamente y se aleja caminando. Camino hacia la puerta de la señora Matilde, como en trance, obligado, y sin lograr refrenar un impulso temeroso, toco su puerta. Pasan tres segundos, y antes de oír la voz sepulcral, mi cuerpo se eriza, no sé por qué carajo he hecho eso. Es ella. Ella, ella, ella.  Quién, dice la voz directamente de la puerta. He perdido el color en la cara, en las manos, tiemblo totalmente, salgo del trance hipnótico, y me dispongo a irme. Me volteo, y la veo a ella. Descarnada. Con la piel pegada a los huesos, con ojos secos, y sus rizos blanquecinos. Muerta. Me toca un hombre y me dice: No deberían. Coloca sus manos esqueléticas y carcomidas en mi cuello. Aprieta. Aprieta. Ella, aprieta. Siento la tensión. No estoy soñado. En verdad siento la tensión. No deberían. No deberían.

No estoy en Echeveste, estoy en Mesones.

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