Fragmento 355: "No me gustan los aeropuertos"

La verdad es que no me gustan los aeropuertos, pero tampoco los detesto. No me gustan las despedidas, me considero un hombre/persona/cosa fuerte, pero uno de mis puntos débiles son las despedidas. De los cientos de defectos que tengo, que una persona se marche de mi vida por algún periodo de tiempo, me afecta más que a los demás.

Volvamos al aeropuerto. Este día no he visto una propuesta de matrimonio, ni carteles, ni cohortes de familias que incluyan a la típica abuelita en silla de ruedas, no, solo he visto un par de escuetos globos, y las flores que llevo en la mano. Por supuesto que estoy nerviosísimo, pero el punto es no demostrarlo, y si has caído en el error de demostrarlo, solo puedes superarlo. Respirar, y decir, ya, está bien. Ahora que recuerdo nunca la vi nerviosa, ni siquiera el día que conoció a mi madre.

Estoy de pie en la puerta veintitrés, en todos mis sueños/ensoñaciones de aeropuertos siempre recuerdo el número veintitrés, tal vez ni siquiera hubo puerta veintitrés, o ni siquiera hubo sala de espera veintitrés, pero en mis sueños siempre aparece, por eso estoy parado aquí. Esperando. Contando el tiempo, los segundos. Los días que pasaron.

Recuerdo que la gente posee costumbres en los aeropuertos, la primera que me llega a la mente es en la que no debes voltear cuando tú eres el que te vayas, porque si no será el peor vuelo, te la pasaras llorando, arrepintiéndote y cuestionándote si fue (fui) lo correcto. Por eso no volteo atrás o al menos lo intento. ¿Pero qué sucede cuando tú eres el que se queda? ¿Acaso alguien se interesa por lo que les pasa a los que se quedan? No, apuesto a que no. Quedarse es todavía doblemente más difícil que irse, cuando te vas es porque sigues tu sueño, sigues una aventura. “Aquellas personas que en verdad nos aprecien nos suplicarán que nos marchemos.” Meses después he comprendido esta frase.

Miro el tablero. Busco por los vuelos, sé qué número de vuelo es, me lo he aprendido durante toda la semana. Tan solo me llevo media hora. FGJ215. Directo, sin escalas. Como el amor que profesamos, directo, sin escalas, profeamor. En mis audífonos suena “Born Slippy”, no me había sentido con tanta prisa antes.

Miro el techo, otro defecto que tengo desde la secundaria, creo que hallaré las respuestas mágicamente en los techos. En el techo del auto cuando estoy atorado en el tráfico, en el techo del avión cuando volvía a casa, en el techo del bus cuando no podía dormir, en el techo del cuarto mientras hacíamos el amor. Techos, techos en todas partes.

El vuelo tiene una demora. Quince minutos. Quince minutos agónicos más que se agregan a la espera, una espera que me has puesto por meses. Mis manos siguen temblando.

Doy vueltas en el aeropuerto, me dedico a ver las caras de las personas, de las que lloran, de las que están impacientes (como yo), de las que están felices. Todas. Las miro una y otra vez, me aprendo sus gestos, quiero acabar de comprender como es que funcionan. Intento, intento. Los quince minutos se van mientras yo miraba a una dependienta que le despachaba una especie de sándwich a una madre y a su hijo. Estoy impaciente y me apresuro a la puerta veintitrés. Born Slippy, suena de nuevo.


La puerta se abre, la marabunta de personas salen. No te veo a primera instancia, y ruego que no te hayas arrepentido, y me hayas dejado varado en este aeropuerto en medio de la nada. Hasta que te veo caminar despreocupadamente por la puerta, tu sonrisa, tu gracia, pierdo el habla y busco las palabras correctas. Hola.

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