Fragmento 688: Pequeños detalles


El avión, el bendito avión. Desde que estoy con ella, ya no digo tantas malas palabras, en vez de haber dicho "el puto avión",  digo "bendito avión". Son esos pequeños detalles los que nos demuestran que tan enamorados estamos de las personas. El amor nos hace darnos cuenta de los pequeñas circunstancias, que en otro estado, pasarían desapercibidas. El bendito avión hace un dramático descenso, y las luces tintinean. Turbulencia, bendecida turbulencia. (Si hubiera venido solo, le diría pinche turbulencia).  Una señora dos filas delante de mí, grita, y en mi mente le digo que se calle o yo también gritaré, pero no lo hago, ni en mi mente ni en la vida real. ¿La razón? Es porque ella, aunque dormida, va sosteniendo mi mano fortísimo. Además de que un improperio mío podría despertarla; hay cosas lindas en la vida, y mirar su rostro impasible cuando duerme. Recuerdo que la primera vez que dormimos juntos, al despertar le expliqué que su cuerpo estaba conectado por nervios, pero ella no acababa de entender. Le parecía inexplicable. Si yo le apretaba una pierna, movía la mandíbula; si le apretaba el codo, movía su pie. Estas acciones, eran lo que le sigue a adorables.

Al momento de subir al avión yo no iba relajado, la tensión se iba apoderando de mí: morderme las uñas, mover el pie sin necesidad de música, morder el marco de las gafas. Todos esos signos que las personas ansiosas, muestran antes de un vuelo. Ella iba como si nada, callada pero sonriente. Cualquiera que no nos conociera diría que ella era más extrovertida y habladora que yo; no podrían estar más equivocados. Me senté en medio, me coloqué mi audífono izquierdo, y puse la lista de reproducción "Dormir", vieja confiable. Cerré los ojos y me intenté calmar. No podía. Ella lo notó, y me dijo: -Mírame, todo estará bien. Puso su mano izquierda sobre mi frente, y me tapó los ojos. Una costumbre que teníamos desde nuestro primer viaje. Entonces me relajé y lo dejé ir. Exhalé profundamente. Los motores prendieron, y arrancamos. Entrelazamos los dedos (sus uñas eran rosa pálido, no me pregunten por qué lo recuerdo), cerré los ojos, y despegamos. Cerré mis ojos durante todo el despegue. Por más de ocho minutos tuve los ojos cerrados, manteniendome sostenido a su mano. Ni uno solo de esos 480 segundos tuve miedo. 


Los abrí nueve minutos después. Tomé fuerte las manos de ambos, y miré la ventana, el paisaje de las auroras boreales nos esperaba. Los tonos eran demasiado fluctuantes como para describirlos. No llevábamos los suficientes abrigos, haría frío. ¿Planes? No muchos, solo el lugar donde quedarnos, improvisaríamos lo demás. Yo no había perdido todas mis antiguas costumbres de viaje. Aquellas que hube que aprender solo, pero ahora no estaba solo, estaba feliz. Todo va a estar bien, le susurré, cuando la azafata dió las instrucciones de abrocharse los cinturones. Su sonrisa era la segunda más preciosa de todo el vuelo.

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