Fragmento 216: Plácido


Estoy en el bar, sí, en el mismo de ayer, antier, y de la semana pasada. En el mismo bar de jodidamente siempre, en el bar que paso mis tardes. Hoy bebo una copa de vino tinto, tengo mi Mac abierta. Espero la inspiración; espero a teclear algo. Espero algo. Espero alguien. Releo el poema que he escrito, habla del diablo, de la luz, de la luna. Nunca fui muy buena para la poesía, me faltaba entonación. Imagino a personas desconocidas recitando mi poema en voz alta, imagino a la chica francesa de enfrente recitándolo con su suave voz, al tipo que está inmerso en su libro con una voz grave y pastosa, e imagino a la pareja que acaba de llegar discutiendo estrofa por estrofa. Maravilloso, suculento, plácido. El tiempo discurre lentamente, más lentamente que la narración de las personas imaginarias.

Observo la izquierda inferior de la pantalla de la Mac, la hora, la barra de notificaciones, la canción “Pain” de MiceofMen sonando. Una voz gutural que desentona con el ambiente plácido del bar. Me transporta a la locación, me devano. Otra copa, ahora de vino blanco. Miro a las personas pasar, su lentitud me desespera, son la única cosa que me distrae. No me concentro. Pienso en los cuadros que he comprado, aquellos que coloqué, y todos los que faltan por vender. Siempre que pienso en cuadros pienso en las palabras de mi padre, que nunca podría ser alguien de éxito, que no era una forma de ganarse la vida, que mis pendejadas de arte nunca iban a redituar, y que siempre tendría que agradecerle que su dinero había sido el comienzo de todo. Tuvo razón, parcialmente. Yo lo hice todo… con su dinero, pero sin su apoyo, y sin sus influencias, y todos sabemos que en México si hay algo más valioso que el dinero es la influencia. Recuerdo efímeras pláticas con los directores del metro, arguyendo que mi trabajo era bueno pero no lo suficiente para plasmar un vagón entero. Recuerdo los viajes a Roma, a Chile, a la Patagonia, todo con el dinero de mi padre, no pude vender nada. Ni un puto cuadro.

Los minutos pasan y yo voy por mi tercera copa, vuelvo a pedir una de tinto. Será una noche de viernes larga. Recuerdo las cenas, las copas, el vino, el sexo, los hombres. Me quedo mirando un punto fijo y me acuerdo de él. Una persona que hizo más daño que bien, siempre lo recordaré como el tóxico, la única persona que dejó más marcas en mi mente que en mi piel, y vaya que marcó mi piel. Todo se difumina, todo se pone más claro. Todo en la vida es una dicotomía. Paladeo el vino, y las ideas se agolpan en mi mente. Recuerdo la frase que me ha inspirado en los últimos años, “Lo que necesitamos es jodernos hasta el punto que ya no…” Alguien interrumpe, es la mesera, con la cuarta copa de la noche, me fijo en su cara, pómulos delgados, orejas perforadas, cabello rubio, tintes lindos, y rasgos aún más lindos. Siento un cosquilleo que comienza por la espalda, y baja por las nalgas; el vino ha hecho efecto. La mesera me toca ligeramente la mano, y yo vuelvo a la realidad.

Llega la quinta copa, mi lengua comienza a trabarse. Se lengua la traba, decía el refrán. Mis ideas se traban, ya no fluyen, se quedan estancadas, solo dando vueltas entre sí. Siempre me identifiqué con la mascara triste de aquellas dos que representan el teatro, no sé de donde ha salido esa idea, sigo paladeando el vino, porque sé que esta es la última copa que disfruto. Después de la quinta, ya no me sabrá. ¿La cuenta? ¿Quién pregunta por la cuenta? Los ricos no, la cuenta siempre va explicita ahí. Sigo esperando a las personas que quedaron en venir, mis amigos, dicen llamarse así. La verdad es que son personas peores de vacías que yo, en el fondo adoro regocijarme de que estén más vacios que yo, tampoco es que sea tan difícil, ellos están más vacios que más de la mitad de la humanidad. No van a llegar. Lo comprendo entonces, no van a llegar, como todos los viernes, nadie va a llegar.

Siempre he pensado que los ricos somos los que más sufrimos, porque, joder, en estricta teoría no deberíamos sufrir. Me refiero, así lo dicen los estatutos, los comerciales, las métricas, los ricos no deben sufrir, deben sonreír. Así lo dicen los comerciales. Nadie compraría nada si los ricos fueran infelices. El mundo no giraría si los ricos mostrarán que están siempre tristes y llenos de soledad. Llenos. De. Soledad. Me refiero somos ricos. No nos hace falta una mierda. Tenemos mierda para regalar, felicidad para derrochar, felicidad para gastar, felicidad para repartir, mierda que compartir, mierda para repartir. NO deberíamos tener tristeza, solo felicidad. Todos los ricos deberían ser como Estados Unidos, un país artificialmente feliz, que en base a presunción logra ser feliz, y si un día se sienten tristes, abren el cajón de la encimera y sacan las píldoras de la felicidad. Antidepresivos, el alimento de una generación inflada por naturaleza. ¿Y si todos nos pusiéramos una sonrisa en la cara? No importaría que fuera una sonrisa artificial, ¿o sí? Una sonrisa artificial hecha con una navaja.

Llega la copa seis, como lo predije, ya no me sabe. Siempre fui afecta al vino, pasé por clases de cata, probé los mejores y los menos peores. Pero poco a poco la pasión que el vino me producía se fue apagando, parece que cada hombre que me dejó se llevó un poco, y el vino la recuperaba, hasta que ya no hizo efecto. Mi favorito era el tinto, el pinot noir, porque con sus uvas se producían de los mejores vinos, por la dificultad del racimo. Siempre hubo algo en mí que me hacia despreciar la simpleza de las cosas. Siempre hubo algo en mí que me hacia despreciar a los demás. Siempre hubo algo en mí que me hacia despreciarme a mí misma.

Copa siete, visión demasiado borrosa. Somos un montón de apellidos finos y rimbombantes, solo eso. Al final del día no somos nada. Y eso es lo que más nos cuesta llegar a comprender. No somos nuestros autos híbridos del año. No somos los cuadros que pintamos y no pudimos vender. No somos los viajes en vano que hicimos. No somos nuestros espectadores. No somos nuestros espectáculos. No somos nuestra terminación de tarjeta de crédito. No somos las personas que nos han terminado. No somos creatividad. No somos ira. No somos felicidad. No somos el dinero de banco que manejamos. No somos una puta mierda. No somos humanos. Somos ricos, asquerosamente ricos.

Ocho. Ya no puedo contar. Desde el primer día todo estuvo jodido. Los días pasaban sin dormir, yo no pedía un descanso, solo quería que parara. Suponía que no podía estar más jodida que esto. Siempre había noticias malas, pero no para mí. No tenía que preocuparme, por más que yo lo intentara, la mierda siempre estaría ahí. Siempre lo intenté, siempre intenté vender todo y hacer un esfuerzo, al final solo quería tu aprobación, pero lo único que lograste fue desanimarme, así que jodete.  

Copa nueve-eh, estoy demasiado mareada, de-ma-si-ado. Mis ideas dan vueltas y se detienen abruptamente, en cada recuerdo que me ha hecho llorar. Rompo a llorar en medio del bar. No me interesa lo que ellos digan. No serán las primeras personas que me vean llorar, de hecho me asombra que esta mesera sea la única que no me haya visto llorar. Decadencia, pura decadencia. Decadebcia pura.

Diezzzz. La última copa de vino tinto llega, la tomo de un trago, y cuando el liquido toca mi estomago, la regurgitación comienza a hacer efecto. Voy mareada a más no poder, me levanto, toda la presión cae en mis tacones de aguja. Abro mi bolsa y meto la Mac como puedo, busco las llaves. Me dirijo al carro, cruzo la calle, y escucho que la mesera grita algo, de pronto el impacto. Todo sordo. 
Mi mente, el impacto y yo. Nada más. "Pain" sigue sonando.


Alguien llame a una ambulancia…

Comentarios

  1. En efecto, el vino es muy MUY peligroso, y no somos nada de lo que tenemos en nuestras manos o pertenencia, somos lo que pensamos, lo que sentimos, lo que deseamos y sobre todo somos las personas que nos rodean. Somos nuestras aventuras, nuestras soledades, nuestra compañía. Somos más sentimientos que palabras. Somos todo y nada.

    Pam.

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