Fragmento 645: Piedra, papel o tijera




En cuanto pongo un pie fuera del avión siento el bochorno estallar en mi cara. Pum. Como mil grados centígrados impactan en mi cara, bajan por mis brazos y tocan mis piernas. El calor es penetrante, pero eso yo ya lo sabía. Guardo mis gafas para "ver", y saco los lentes oscuros.  Gafas no es una palabra muy mía, es una de las miles de palabras y costumbres que ella me pegó. Con la convivencia diaria ni siquiera notas lo muchísimo que te puedes llevar de las personas. Extiendo mis audífonos y me preparo para descender.

Doy pasos acartonados y tensos en las escaleras del avión, bajamos por una pista, un pequeño transporte nos espera. Uf, el sol me deslumbra, y ya estoy empezando a quejarme y a sudar, pero prometí que no me quejaría tanto. El transporte, que más bien parece un carrito de golf con esteroides, se contorsiona, llevo mi equipaje de mano entre las piernas, todas las personas parecen acaloradas, pero hay algunos precavidos que llevan bermudas, no como este citadino que lleva un pantalón de mezclilla.  Me coloco el cinturón, y noto que he dejado mi botella de agua en el asiento del avión, expulso un largo suspiro y espero que alguien la disfrute, o si quiera la beba.

El traslado de la terminal dura quince minutos, la brisa ha estado bien. El señor de mi lado, que parece más extranjero que yo, me hace la plática, me pregunta algunas instrucciones y referencias turísticas. Miro su cara detenidamente, gorra amplia, nariz chata y unas gafas de sol más oscuras que las mías. Las perlas de sudor corren por sus mejillas, él tiene más calor que yo. Le confieso que no lo sé, que no sé nada, que es mi primera vez en este estado, que vengo a ver a alguien, que desearía poder ayudarle pero no tengo internet móvil siquiera. 

Sacó mi celular para corroborar lo evidente, no tengo conexión a internet, y miro mi fondo de pantalla, su rostro: una combinación entre delicadeza, ternura y felicidad intrínseca. He venido por ella, he volado más de seis horas por ella, pese a mi ya recurrente negatividad al volar, he volado más de mil kilómetros por ella a pesar de que no puedo dormir en los aviones. He venido por ella, exclusivamente por ella. Todo por ella.

La espera en la banda de equipaje suele ser lo más agónico del mundo, miras cientos de maletas esperando que todas sean la tuya. Miras girar la banda, y piensas que no fue la mejor idea traer una maleta negra de ruedas, que todas son así. ¿Quién diseña las maletas? ¿Tendrán departamento de nuevos productos? ¿Por qué todas las maletas son negras? Así que avistas la tuya de reojo, crees que es la tuya, y la sigues, hasta que otra persona la toma, y te desanimas. Ya saldrá, te dices bufando. El proceso de descarga de maletas, es uno de los más confusos y complicados para entender de la raza humana. Por fin aparece la maleta, y evades la idea de que pudo haber sido profanada o algo peor, extiendes la manija, y echas a andar las rueditas. Caminas. Te apuras.

Te aproximas a la puerta de salida, después de cuarenta y cinco minutos después de haber aterrizado, después de soportar rayos solares inhumanos, choques de temperatura extremos entre el sol mortífero y el aire acondicionado de la sala de maletas, y una sed que ha dejado tus labios secos, pero todo se desvanece, olvidas absolutamente todo cuando la veas a ella en la primera fila para recibirte. Tus piernas flaquean, pero la vitalidad no te abandona, quieres correr a sus brazos, pero sabes que debes guardar la compostura, no sabes si viene con alguien más y hay que dar una buena primera/segunda buena impresión. 

Quieres dejar la maleta, que se joda, solo te quieres lanzar a sus brazos. Ella con esa inmensa sonrisa, te dice: Holi, tú, estupefacto respondes, holi, mi amor. Y se besan. Justo como debería de ser. La abrazas y te mantienes un momento suspendido en el tiempo, olvidas la canción que estás escuchando, olvidas el artista que estabas escuchando. Algo relacionado a piedra, papel o tijera, no te importa nada, porqué por fin estás con ella.

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