Fragmento 628: Escríbeme algo


Escríbeme algo dijo ella por tercera vez. Yo le dije que no funcionaba así. Seguía mirando su espalda e intentando conectar sus lunares. Intentaba escribir ahí. Pasaba mi mano por su espalda, y no pensaba en nada más. Solo pensaba en pasar mis manos de una forma delicada y suave por su espalda tersa. Ese sentimiento de comodidad era indescriptible, miré su rostro e hizo una pequeña sonrisa. Me sacó la lengua de forma juguetona y susurró: "dame tu mano". Le dije que tampoco funcionaba así. Había fantaseado esta escena más de doce veces en tan solo esta semana, ella, yo, en un cuarto, en un apartamento cualquiera, con las luces bajas, tonos azules, durmiendo, desvelándonos, su música alegre, mi música depresiva y de fondo luces de ciudad adornando nuestro alrededor, pero simplemente no funcionaba así. Tenía miedo de que si dejaba de tocarla, no podría hacerlo más. Era un miedo irreal, ni ella ni su espalda se irían a ningún lado, al menos no está noche.   

Era nuestra tercera noche juntos, yo era el chico nuevo en la ciudad. Siempre era el nuevo en todos lados, en mi hogar, en mi universidad. Siempre llegaba tarde, me perdía en los comienzos, y apenas recordaba los finales. Ella me encontró irresistible de alguna manera, tal vez de muchas que yo no llegaba a percibir. Su voz me sacó de la ensoñación del pasado. -¿Por qué sigues repitiendo esa frase? -No lo sé -solté sin pensar-. Puede que lo supiera, puede que no. Había muchísimas cosas que yo sabía, pero había más que no sabía. -Dime, dijo ella. ¿Acaso no me tienes confianza? -noté la inseguridad en su voz-. Claro que te tengo confianza, solo que no se trata de ello, es algo más profundo y no quiero arruinar el mo… -¿Dices que no soy profunda? -me interrumpió-. No por supuesto que yo no… No. No he dicho eso. Lo que sucede es qué… ¿Por qué le das tantas vueltas? -dijo ella, y noté como su rostro se compungía y tuve miedo de cometer un error. Me sinceré y por fin le conté como es que funcionaba yo. 

Abrí un recoveco de mi mente, y le conté estupideces (ya puedo oír su voz diciendo: no son estupideces señorito, son cosas importantes), le conté todo lo que se me ocurría: los traumas con mi madre, mis experiencias en los bares, mis amistades, mis errores, mis logros, incluso le conté de otras chicas. Decidí sincerarme porque el momento era ahora. No iba a vivir en el hubiera. El momento era ahora, ella era el ahora.

El enamoramiento es pasajero, pero no pasajero de momentáneo, sino un pasajero a la deriva en un mar de amor. Las emociones son las olas que nos mecen, y los sentimientos son los soplos que nos dirigen. Fue lo que le dije, no lo planeé, solo lo pensé y así salió de mi boca. Nunca me había encantado el mar, de hecho le tenía un poco de temor, sobre todo en las últimas semanas que soñaba que me quedaba varado en un mar ardiente; ahora comprendo todo, el mar ardiente era ella, eran sus ganas, su emoción, su felicidad, su alegría. Las ganas del arriesgue, las probabilidades de quedarnos varados en el mar de la inmensidad, en el mar del amor.


Ella se puso totalmente boca abajo, solo movió la cabeza y con voz amodorrada dijo: No conozco mis lunares, es increíble que siendo míos nunca los haya visto, y soltó otra pequeña risa a las cuales estaba acostumbrándome. No dije nada y seguí pasando mi mano -esta vez de forma nerviosa- por toda su espalda desnuda, era pequeña, pero hermosa. Parecía que sincerarme no había funcionado, y ella no le había tomado demasiada importancia, despreocupada por naturaleza, preocupada por elección, siempre queriendo arreglar las cosas en un momento. 

De pronto ella se paró bruscamente, se volteó y puso sus pies sobre mis piernas. Nos encontrábamos en un sillón, yo con las piernas cruzadas, así que prácticamente sus pies quedaron a la altura de mi cara, noté un gran moretón en su pierna y quise besarlo. -Y, ¿qué te parecen? exclamó ella. -Los qué, mencioné. -Los lunares de mis pies, bobo. ¿Te gustan? Dije que no, dije que me encantaban, así como toda ella. Su rostro cambió, se ablandeció totalmente por primera vez en la noche. Nos olvidamos de los demás. Nos olvidamos del tiempo. Nos olvidamos de las luces. Incluso nos olvidamos de nosotros mismos. Me miró fijamente a los ojos, y sonrío. Dijo ven, la frase que habíamos pronunciado tantas veces antes, no sé si pasaron horas o segundos, pero por fin me besó. 

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