Hipersomnia (2)



Pasaron los días, pasó el tiempo. Somos bestias sistemáticas, bestias costumbristas que se aferran a sentimientos de distinta índole. La chica del té y yo comenzamos a salir, pronto iniciamos una especie de relación, y digo especie porque no le pusimos un título formal. Salíamos, nos divertíamos, pero lo más importante podíamos dormir. Había algo mágico entre los dos podríamos hacer dormir al otro con el solo hecho de tocarnos, tener las manos entrelazadas, los pies enroscados, o las narices juntas, lo que fuera. No compartíamos tantas cosas en común, ni siquiera hacíamos las mismas cosas, pero lográbamos organizarnos para que no fuese tan disruptivo.

Me mude con ella, parecía razonable. Usted pregunte en una sala llena de discapacitados cuánto pagarían para volver a hacer lo que hacían antes, y se asombrará. Las respuestas pueden ir desde lo material, hasta lo intangible, desde sus posesiones más preciadas hasta la familia propia. Y dije discapacitados, porque no poder dormir es una discapacidad dolorosa. Pregunte a una persona con trastornos crónicos de sueño: ¿qué estaría dispuesto a intercambiar por dormir plácidamente ocho horas? Las respuestas lo asombrarán. Así que vivir con otra persona a cambio de poder dormir, me parecía la mejor oferta en el mundo, y solo tenía que sacrificar mi privacidad. Mi burda privacidad.

Como he dicho antes, salíamos, hacíamos el amor, mirábamos series, cocinábamos, éramos una pareja sin el título de pareja. Los problemas comenzaron cuando las pesadillas volvieron. Uno podría creer que al dormir descansas, pero eso no es del todo cierto, si al dormir no sueñas, no descansas. Y si no descansas, bueno, pues, te mueres. Soñar es un instinto de la mente, una forma de preservar, de almacenar, de recordar. Podrían parecer sinónimos, pero no lo son, al menos no todos.

El problema se invertía, ahora dormía demasiado y no podía soñar, así que no podía descansar. Pronto un mal humor se ciñó sobre de mi como una nube gris y profunda. Mordaz. Estaba de malas todo el tiempo, a excepción de cuando dormía. Aunque había cosas aisladas que me hacían soñar, tenía sueños turbios llenos de sangre, mujeres, colores. Eran raros, y aún me cuesta describirlos, cuando no eran sueños coloridos eran pesadillas. Soñaba con la muerte, con choques, con seres antropomórficos, con bestias, con todo lo malo que se escondía en mi mente.

Hasta que le pegué. Le pegué mi condición, las pesadillas fueron transmitidas a ella. Digamos que yo tenía cierta experiencia con las pesadillas, toda mi infancia las tuve así que estaba acostumbrado; solo me turbaban unos minutos. Pero a ella no, las pesadillas comenzaban a trastornarla, a mí no, había aprendido a vivir con ellas. Por mi cuenta, yo volví a soñar cosas placidas y relajantes, pero no se lo dije, amaba más mi capacidad de soñar que a ella. Me volví egoísta y disfruté de los sueños.

El punto crítico de nuestra relación llego una noche, cuando la pesadilla se volvió demasiado real. Yo dormía profundamente, esa noche estaba cansado y tan solo con tocar la cama cerré mis ojos. Pero a ella le costó cerrar los ojos, y cuando lo hizo, todo se quebró. Despertó gritando, dijo que ellos estaban ahí, le pregunté que quienes, y ella solo sollozaba diciendo que ellos. Intenté abrir sus parpados, y tenía los ojos en blanco, bailoteando, estaba oscuro pero lo pude notar. Me asusté, y le di una palmada en la mejilla. No reaccionaba. Le volví a dar otra, un poco más fuerte, ella seguía sin reaccionar. No sabía qué hacer, ella gritaba y gritaba, diciendo que ellos venían. Era un miedo verdadero, y yo temblaba. Volví a dar una última palmada, que retumbó todo el cuarto. No reaccionó. Me levanté de la cama, asustado por sus gritos de agonía. Ellos venían, no dejaba de decir. Intenté lo último y le di un beso largo y duradero.


Ella despertó, pero nada volvió a ser igual. 

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