Fragmento 218: Guerrero




La familia entró primero, el hijo gordo pidió alas de pollo, el tamaño más grande posible. La madre pidió una crepa de tres quesos. Ambos pidieron frappes, pero con leche light, mencionaron que estaban a dieta. Después llegó el muchacho con un libro rojo bajo el brazo, visiblemente consternado.

Ha sido un día cansado, revisar entre clases el progreso del pokedex no es una tarea sencilla, además de los maestros, de sus tontas clases. Siempre me digo que no los necesito, no realmente, yo sé mucho, yo sé todo, todo lo he aprendido en línea, con mis amigos de otros países. Es increíble lo mucho que podemos aprender de las cosas que con las que no estamos en el mismo plano.

Cuando he subido al bus, venía llenísimo, que pesar, que cansancio, que pereza. Juntarme con todos ellos me desagrada, las sensaciones corporales no son lo mío, menos los fluidos. Cuando me sostengo del tubo percibo un ligero olor a rancio, me volteo discretamente hacia mi camisa y noto que soy yo, apesto, olvide –de nuevo– ponerme desodorante, no me interesa demasiado y sigo mirando las estaciones, bajo en la siguiente, bajo en la de Guerrero.

Minutos después llega el padre, su bigote ralo es lo primero que se distingue en su maltrecho atuendo, les dice a los dos que no hallaba lugar para dejar la camioneta y que por eso demoró. Pide una crepa italiana, con una mezcla de carnes frías y pide una coca cola. Se sienta de nuevo y toma un ala de pollo, dice que tienen que pedir más porque no serán suficientes.

El muchacho del libro ha tomado asiento, hace una llamada telefónica y cuelga al instante, explota en rabia, azota el teléfono contra la mesa y el crujir del teléfono suena. La familia no se da cuenta, siguen engullendo la comida como cerdos, masticando, lamiendo, chupándose los dedos, hablando con la comida en la boca. El muchacho no ha ordenado nada, aún.

Después de acabar de trapear el departamento, me meto a bañar, hoy iré a cenar con mis hijos y con Julián, así que me intento arreglar un poco más. Después del baño, busco el collar de perlas, sé que es falso, pero que tiene, se me ve bonito. Tomo una blusa debajo del closet, la estiro, y me la pongo. Me queda un poco justa, parece que se encogió un poco. Me miro al espejo, y veo como esas llantitas se ven más grandes, debe de ser por la blusa, no creo que haya subido de peso, al menos no con la dieta de chía en la que llevo dos meses, creo que me está funcionando de maravilla, he notado a Julián más cachondo en la cama, aunque sigue sin ponerme una mano encima. Ya pasará.

Escucho el timbre, debe ser mi Fercito que llegó por mí, por eso es mi favorito siempre tan considerado con su viejita.

Llega el otro hijo, los padres no parecen felices. Llega y se pone a hablar con el hijo más gordo, ambos sacan sus celulares, iPhone ultimo modelo, y los juntan. Abren una aplicación y se ponen a jugar. Los padres se callan, y piden una orden extra de alitas. El último hijo no ha ordenado nada, le quita el frappe a su hermano. Los padres parecen confundidos y siguen sin decir nada. Se ocupan en seguir comiendo.

El muchacho del libro se pone las manos en la cabeza, se las rasca, intenta respirar y repite. Se levanta suavemente y se acerca a la barra. Tartamudea y pide una crepa para llevar, dice que tomara aquí un frappe. El último hijo lo interrumpe –con la boca llena y grasienta– para pedir un frappe extragrande, y el muchacho se calla, se dirige hacía la mesa de la familia y…

 Dos horas manejando. Dos putas horas. Para una puta marcha sin sentido. Están muertos. Todos los sabemos, y definitivamente no necesitamos otra puta marcha sin sentido. Solo quieren chingar al puto prójimo. Ardo en rabia, he pasado por aquí cuatro veces en la última hora, exploré todas las rutas, todas las calles y ni siquiera hay una disponible. Tengo la batería del celular extremadamente baja, y me acerco a una oficial de tránsito, le digo que como puedo cruzar, ella con un chicle en la boca me dice: –Híjole, joven, no se puede cruzar, pus´por la marcha. Yo le suplico que me dejé dar la vuelta en U, para intentar la última ruta que se me ocurre, pero ella me dice que no, que está prohibido. Me rasco la cabeza, y aprieto el volante con fuerza. Le digo, por favor, carajo, llevo dos putas horas manejando. Ella se niega, y en mi cabeza imagino que estrello mi auto con su patrulla, deseando que ella esté dentro.

Vuelvo a pasar por el mismo lugar por quinta vez y me meto entre calles, parece que voy regresando, pero intento bordear. Estoy en la Guerrero, una colonia culera de la ciudad, así que decido buscar un cargador para mi celular y esperar a que la puta marcha concluya. Me detengo en una cafetería igual de culera, saco mi libro: “Uno soñaba que era rey”. Antes de pedir examino el menú, pero me es difícil concentrarme porque hay una familia comiendo de una forma excesivamente desagradable. Miro mi celular, 3%, lo llamo para explicarme, pero me responde un pip, pip, pip. Ocupado. No hay mucho que hacer. El celular, como era de esperarse, se apaga. De nuevo ardo en llamas, y lo azoto contra la mesa. No me interesa si me miran. Intento calmarme y respirar, aunque creo que no funciona. Pediré algo de comer para llevarle y un frappe para relajarme. Cuando estoy ordenando, el último pendejo que llegó me interrumpe, y de nuevo la ira brota en mí, he soportado suficiente, así que me volteo hacía su mesa y lo encaro, listo para explotar.

…y le dice qué cuál es su problema. El último hijo se levanta de manera brusca, saca una pistola de su espalda y dispara cuatro veces seguidas en el cuerpo del muchacho. El cadáver del muchacho cae en la barra. El último hijo guarda la pistola y se vuelve a sentar en la mesa de manera apacible. Toma la última ala de pollo, y pide otra orden, con extra picante.




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